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Hoja seca[]

Tu mínima mortaja puede cubrir mi rostro cuando muera;

tu mínima mortaja movida por el soplo

de la brisa, hoja seca.

Toda la sangre humana, todo el amor y el odio

caben en la columna vertebral que atraviesa

tu leve cuerpo dócil que hoy vaga sin reposo;

toda la sangre humana y el dolor, hoja seca.

Porque todo se vuelve nubecilla de polvo

después de haber salvado la carne y la osamenta.

Así, cuando mi rostro, que hoy es ávido insomnio,

se libere del cráneo que en su máscara encierra,

y entregue al aire el cáliz de su último despojo

y se expanda en delgada voluta polvorienta,

llueve sobre mi ausencia con el último otoño

que humedezca mis pardas cenizas en la tierra;

ven a mí, en la caída vesperal y el sollozo

de las últimas lluvias que inunden mi corteza.

Desciende de aquel tilo familiar, de aquel olmo


en que dejó mi mano, mortal, profunda huella.


Cuando de mis mejillas fugaces y mis ojos

quede apenas la franja de lo humano y la estela

de un gesto, de una risa, de una mano, de un torso

febril, de una cabeza;

cuando sólo perdure la orilla de un escombro

y un nombre entrando al reino frutal de la leyenda,

permite que mi sombra duerma el sueño más hondo,

ese sueño que en auras inefables despierta,

bajo tu blanda toca tutelar o tu embozo

vegetal, hoja seca.

¡Qué grande hoy mi presencia, frente a tí, a quien invoco!


Mañana, bajo tu alda virginal, ¡qué pequeña!


Casi silencio[]

La piedra cae el fondo. Así caen todas

las piedrecillas. Un día, algo que remueve

las aguas las hace correr, precipitarse,

abriendo heridas en la fina arena. El

agua toda es llanto. Pero un rayo de

sol aparece. Las aguas se hacen claras.

Al fondo, lentamente, las piedrecillas

hallan al fin sitio. Y encima de las aguas,

flota una flor entreabierta: la

conciencia.


La esencia no es pérdida de tierna

presencia.

La esencia es la presencia

de lo intemporal,

de lo divino y sobrehumano.


El cambio, para que lo sea,

tiene que cambiar siempre.

He ahí la permanencia.


La muerte es lo único

que no es curable.


Para lo más hondo, yo no creo

en instantes. Lo supremo jamás

es actual.

El amor sin mortal asidero,

no se somete al tiempo.


Porque lo que está sometido

al devenir y no al alcance

de lo más luminoso y más puro,

aunque sea emotivo, es ligero.


Lo que no conocemos no es misterio.

Son aspectos insignificantes

del mundo material.

Conocemos lo eterno, lo inmenso,

lo máximo, —es suyo, es mío

y sólo es así—

y ante tamaña luz,

¿caben hallazgos,

descubrimientos o sorpresas?

Un afecto puede ser hermoso pero,

ante el sentimiento único e inmutable,

nos resulta pequeño.

Como la yerba ante el astro.

Como el guijarro ante la nube.

Como fronda salpicada de frutos ante

el cielo en que alumbra una sola flor

áurea y suprema.

Leer: Ida Gramcko[]